El caño de Riquelme me evoca sensaciones similares a muchas obras de arte que me han seducido con su belleza. Con Román siento la misma gratitud que le tengo al compositor de música, al pintor, al director de cine, al poeta. Al punto, que lo considero uno de ellos: un artista.
El arte hipnotiza. Un párrafo de una novela, una canción, una coreografía, una danza, un cuadro, una escultura son infinitos en su inmortalidad: el mensaje que transmiten es eterno como las emociones, ideas y sentimientos que generan en la persona que los ve.
El caño de Riquelme me hipnotiza. Lo he visto un millón de veces y cada vez le encuentro algo diferente. Mirándolo en cámara lenta, el instante se alarga, se disfruta más pero se pone en relieve como el futbolista, si quiere ser artista, tiene que pintar en segundos, con el mismo vértigo de un director de orquesta que ya no puede echarse para atrás.
Les parecerá a algunos muy mamerto, pero el fútbol es una manera de expresarse.
Los ingleses se inventaron esto como un ejercicio de virilidad. El juego nació de manera tosca y atropellada, individual. A medida que lo fueron exportando en América de Latina y Europa, algo sucedió. Varios paises tomaron la partitura británica pero la interpretaron a su manera, influenciados por su cultura.
Los argentinos le metieron tango y picardía, toque y gambeta en una baldosa; los brasileros le metieron alegría, samba, ritmo y dicha; los húngaros fluidez y sorpresa; los rusos desorden y desgaste físico; los escoceces juego corto y de pases. La primera gran etapa de la historia del fútbol concluía en 1930, con muchos intérpretes y visiones distintas.
El caño de Riquelme es un monumento a la historia, idiosincracia y esencia del fútbol argentino. Es una obra de arte, evocadora de ideas y sentimientos. Atemporal y eterna, un tango infinito.
El arte hipnotiza. Un párrafo de una novela, una canción, una coreografía, una danza, un cuadro, una escultura son infinitos en su inmortalidad: el mensaje que transmiten es eterno como las emociones, ideas y sentimientos que generan en la persona que los ve.
El caño de Riquelme me hipnotiza. Lo he visto un millón de veces y cada vez le encuentro algo diferente. Mirándolo en cámara lenta, el instante se alarga, se disfruta más pero se pone en relieve como el futbolista, si quiere ser artista, tiene que pintar en segundos, con el mismo vértigo de un director de orquesta que ya no puede echarse para atrás.
Les parecerá a algunos muy mamerto, pero el fútbol es una manera de expresarse.
Los ingleses se inventaron esto como un ejercicio de virilidad. El juego nació de manera tosca y atropellada, individual. A medida que lo fueron exportando en América de Latina y Europa, algo sucedió. Varios paises tomaron la partitura británica pero la interpretaron a su manera, influenciados por su cultura.
Los argentinos le metieron tango y picardía, toque y gambeta en una baldosa; los brasileros le metieron alegría, samba, ritmo y dicha; los húngaros fluidez y sorpresa; los rusos desorden y desgaste físico; los escoceces juego corto y de pases. La primera gran etapa de la historia del fútbol concluía en 1930, con muchos intérpretes y visiones distintas.
El caño de Riquelme es un monumento a la historia, idiosincracia y esencia del fútbol argentino. Es una obra de arte, evocadora de ideas y sentimientos. Atemporal y eterna, un tango infinito.