Los dos personajes que protagonizan esta fábula paralela se llaman Javier Zanetti y Narek Kopaczen. El primero, capitán de esta escena, así como siempre lo fue siempre en su amado Inter y el otro, fiscal de este caso de vida –trabajaba en el departamento de Policía de Szdlowiec, Polonia-, un individuo corriente como usted o como yo, que amaba con locura el fútbol.
La ubicación de Zanetti esa noche del 30 de junio de 1998 era el Stade Geoffroy Guichard de la ciudad de Saint Etienne; se encontraba disputando los octavos de final de la Copa del Mundo del mismo año en el encuentro donde su selección chocaba con Inglaterra. En la contraparte Kopaczen estaba muy cómodo en el sillón de su casa, presenciando el encuentro entre ingleses y argentinos. Lleno de júbilo y emoción por aquel partido emocionante, el fiscal Kopaczen decidió no perdérselo por nada del mundo, a pesar de que su auto estaba afuera y debía guardarlo a la hora de siempre, como todos los días. Poco le importó la situación álgida de seguridad que vivía, ni las amenazas de muerte por parte de una banda de extorsionistas que le involucraron por un caso judicial de esos que quieren callar bocas y no quieren dejar cabos sueltos.
Empezó el partido y rápidamente con apenas seis minutos de juego el árbitro danés Nielsen, pitó un penal para Argentina que Gabriel Omar Batistuta cambió por gol –casi lo ataja Seaman-. Siguieron las acciones, ida y vuelta, aquí y allá. Cuatro minutos después y quizá con el pito muy caliente, el colegiado pitó otro penal, pero esta vez para Inglaterra. Alan Shearer tomó la pelota y sin contemplaciones fusiló a Roa e igualó el marcador. El partido no daba respiro, y seis minutos después, a un ritmo frenético, el joven Michael Owen en una corrida memorable ponía en ventaja a la selección de los tres leones.
El partido estaba al rojo vivo y Kopaczen sabía que tenía que irse, pero no quería. Aun así, al ver una leve tregua de 28 minutos con el marcador y las acciones parejas, decidió no aplazar más su obligación algo pospuesta de guardar su auto donde lo hacia todas las noches. Tomó las llaves, se puso su gorra, abrió la puerta y se dispuso a salir; no había puesto un pie afuera cuando el otro protagonista de esta historia, el Pupi Zanetti, después de una jugada de laboratorio que perpetraron Verón, Batistuta y él; la mandó a guardar para darle el empate a Argentina. 2 a 2. Gol del camisa 22. Era una señal. Quedémonos, dijo Kopaczen, quien una vez más aplazó sus deberes por culpa de la bola.
Segundo tiempo en marcha, partido reñido, expulsión de Beckham de por medio; nerviosismo de tiempo extra y gol de oro, ocurrió lo impensado: Todo fue confusión y caos; las amenazas se habían cumplido, el auto de Kopaczen estalló justo enfrente de su casa. Una explosión ensordecedora dejo perplejo al fiscal, que de no haber sido por ese gol de Zanetti, habría volado en mil pedazos y su vida se habría acabado.
El Pupi hizo muchos goles en su admirable carrera en Inter y en la selección Argentina, pero seguro, ninguno fue como este, el cual le permitió salvar una vida. Fue obra del destino, ese destino que fue su asistidor; el ángel de la guarda de Kopaczen le habilitó de diestra y selló su destino. Cuando no toca, no toca; ese fue el toque-toque del momento bisagra de la vida del fiscal polaco. El mayor premio de la carrera del Tractor Zanetti no fue un triplete, una Champions, una Liga Italiana, ni algo parecido, fue una carta de Kopaczen agradeciéndole por haber conectado ese remate con la zurda y vulnerar el arco inglés, por haber metido el gol de su vida y salvarlo de un trágico destino.
La ubicación de Zanetti esa noche del 30 de junio de 1998 era el Stade Geoffroy Guichard de la ciudad de Saint Etienne; se encontraba disputando los octavos de final de la Copa del Mundo del mismo año en el encuentro donde su selección chocaba con Inglaterra. En la contraparte Kopaczen estaba muy cómodo en el sillón de su casa, presenciando el encuentro entre ingleses y argentinos. Lleno de júbilo y emoción por aquel partido emocionante, el fiscal Kopaczen decidió no perdérselo por nada del mundo, a pesar de que su auto estaba afuera y debía guardarlo a la hora de siempre, como todos los días. Poco le importó la situación álgida de seguridad que vivía, ni las amenazas de muerte por parte de una banda de extorsionistas que le involucraron por un caso judicial de esos que quieren callar bocas y no quieren dejar cabos sueltos.
Empezó el partido y rápidamente con apenas seis minutos de juego el árbitro danés Nielsen, pitó un penal para Argentina que Gabriel Omar Batistuta cambió por gol –casi lo ataja Seaman-. Siguieron las acciones, ida y vuelta, aquí y allá. Cuatro minutos después y quizá con el pito muy caliente, el colegiado pitó otro penal, pero esta vez para Inglaterra. Alan Shearer tomó la pelota y sin contemplaciones fusiló a Roa e igualó el marcador. El partido no daba respiro, y seis minutos después, a un ritmo frenético, el joven Michael Owen en una corrida memorable ponía en ventaja a la selección de los tres leones.
El partido estaba al rojo vivo y Kopaczen sabía que tenía que irse, pero no quería. Aun así, al ver una leve tregua de 28 minutos con el marcador y las acciones parejas, decidió no aplazar más su obligación algo pospuesta de guardar su auto donde lo hacia todas las noches. Tomó las llaves, se puso su gorra, abrió la puerta y se dispuso a salir; no había puesto un pie afuera cuando el otro protagonista de esta historia, el Pupi Zanetti, después de una jugada de laboratorio que perpetraron Verón, Batistuta y él; la mandó a guardar para darle el empate a Argentina. 2 a 2. Gol del camisa 22. Era una señal. Quedémonos, dijo Kopaczen, quien una vez más aplazó sus deberes por culpa de la bola.
Segundo tiempo en marcha, partido reñido, expulsión de Beckham de por medio; nerviosismo de tiempo extra y gol de oro, ocurrió lo impensado: Todo fue confusión y caos; las amenazas se habían cumplido, el auto de Kopaczen estalló justo enfrente de su casa. Una explosión ensordecedora dejo perplejo al fiscal, que de no haber sido por ese gol de Zanetti, habría volado en mil pedazos y su vida se habría acabado.
El Pupi hizo muchos goles en su admirable carrera en Inter y en la selección Argentina, pero seguro, ninguno fue como este, el cual le permitió salvar una vida. Fue obra del destino, ese destino que fue su asistidor; el ángel de la guarda de Kopaczen le habilitó de diestra y selló su destino. Cuando no toca, no toca; ese fue el toque-toque del momento bisagra de la vida del fiscal polaco. El mayor premio de la carrera del Tractor Zanetti no fue un triplete, una Champions, una Liga Italiana, ni algo parecido, fue una carta de Kopaczen agradeciéndole por haber conectado ese remate con la zurda y vulnerar el arco inglés, por haber metido el gol de su vida y salvarlo de un trágico destino.