Pinceladas de Fútbol
  • Manifiesto
  • Cultura Futbolera
    • Fútbol Europeo
    • Fútbol Sudamericano
    • Mundiales de Fútbol
    • Curiosidades
    • Viejeras de Fútbol
    • Tributo a Cruyff
  • Fútbol y Política
  • Fútbol y la Vida
  • Táctica

Mi primera vez en el estadio: un relato sobre la felicidad

Bautismo futbolero

Bautismo
Recuerdo que atravesábamos la carrera 30, sentido sur norte, en nuestro Renault 4 rojo, cuando de repente se erigió ante mí esa mole de cemento de la calle 57; el Campín, ese lugar que hasta esos días yo sólo había visto en televisión. Eran los años finales de la década de 1990 y yo no lo podía creer. En el momento en que mis padres me confirmaron que ese era el máximo escenario capitalino comenzó mi retahíla pidiendo ir –Ya veremos- dijo mi mamá, pero todo niño sabe que esa frase, en lenguaje materno, significa no.

Pero mi papá tenía una opinión diferente a la de mi mamá. Él había sido un asiduo asistente al estadio entre los años 70 y 80. Los avatares de la vida, sumado a las pobres campañas de Santa Fe en los años 90, lo habían alejada de la cancha, sin que eso significara que hubiera dejado de seguir al equipo, ya fuera por radio o por las escasas transmisiones televisivas de la época. Sentía, mi padre, que tenía una obligación moral conmigo, finalmente era él quien me había consagrado en la fe cardenal, pero sabía que faltaba la ceremonia de confirmación, más aun cuando la presión de mis compañeros de salón para que me cambiara de equipo iba en aumento.

El barrismo era una realidad para aquellos días, y era la principal preocupación de mi madre. El estadio al que asistía mi papá era muy diferente al que nos íbamos a encontrar; el de mi papá era un estadio sin camisetas, donde ambas hinchadas se revolvían, donde los hechos violentos se reducían a un par de borrachos y donde se veían ollas con sancocho de las que comían propios y extraños. Por esa razón (el miedo a lo desconocido) mi papá decidió convocar a mi tío, también santafereño, para que nos acompañara; aunque él, mi tío, había dejado de ir al Campín casi al tiempo que mi papá.

Hay que llevarlo a un partido bueno; a un clásico –dijo mi tío- pero una mirada de mi mamá censuró, sin mediar palabra, la idea. Ya sé, en 15 días jugamos contra el Cali, ese es –dijo ilusionado mi papá- Y ese fue. Ignoro cómo fue el trámite para conseguir las boletas, lo que si recuerdo es que estaban impresas en un papel muy ordinario, bond, me atrevería a afirmar, pero lejos estoy de saber de papeles. Recuerdo tener esas boletas en mis manos y suplicar para que me las dejaran llevar al colegio y así poder presumirlas. Pero en este caso mis súplicas fueron ignoradas –Las botas- fue la razón esgrimida por mi papá. Sabia decisión.

Llegó el tan esperado día. Yo había estado impaciente toda la semana. Nos fuimos en bus porque “que camello parquear allá”. Al bajarnos nos abordó un vendedor ambulante con camisetas ‘chiveadas’ de Santa Fe –lleve la camiseta para el niño- mi cara lo debió decir todo, porque sin siquiera tratar de convencerme de no comprármela, mi padre y mi tío entraron en el regateo con el vendedor, el arte del regateo -¿Cuánto?-dijo mi tío -10 mil pesitos- dijo el vendedor, como si el diminutivo disminuyera el precio –No, tenemos 5 mil, nada más- dijo con gesto adusto mi padre –No alcanzo- replicó el vendedor –Bueno, gracias- dijo mi padre mientras nos alejábamos y yo miraba aterrado la escena sin entender que todo era parte del juego. –Está bien, llévela- dijo, ya a lo lejos, el vendedor.

Yo no sé si 5 mil pesos de la época eran mucho o poco dinero, pero esa camiseta era, desde ese momento, mi posesión más valiosa. Con ella puse por primera vez un pie en el Campín. Entramos afanados, el partido estaba por comenzar. Oriental general era nuestra tribuna. Nos apresuramos a acomodarnos, pero algo no estaba bien; alrededor sólo había gente vestida de verde y blanco. Un policía se nos acercó y nos sugirió ver el partido del otro lado de oriental, al sur donde se hace la gente de Santa Fe, nos explicó. Era información nueva para los 3. Así que de nuevo corrimos a nuestro reducto y al ver que esta vez estábamos rodeados camisetas albirrojas, supimos que estábamos en el lugar correcto.

Antes de comenzar el partido David “La Cachaza” Hernández, se acercó a saludar a la tribuna donde estábamos, no por nada lo apodaban “el ídolo de oriental”. Fue un momento mágico, bueno, todo el día lo fue. Y empezó el partido; el Cali era el campeón vigente y Santa Fe trasegaba por la mitad de la tabla, con suerte. Por eso no es de extrañar que los azucareros ganaran 2-1. Para mi papá y mi tío fue decepcionante que mi primera vez en el estadio hubiera sido una derrota; para mí fue uno de los días más felices de mi vida, inolvidable, finalmente ahora tenía una camiseta de mi equipo y “Cachaza” me había saludado, porque yo, en mi inocencia, estaba convencido que ese saludo era para mí. 

Pero el día, o mejor ya la noche, porque ya había anochecido, me guardaba una sorpresa más: parados sobre la carrera 30 esperaban un taxi, como mortales cualesquiera, Agustín Julio e Hilario Cuenú. Los abordamos, o mejor mi tío y mi papá los abordaron, porque yo estaba petrificado de los nervios, para que me saludaran, lo que ambos hicieron amablemente, con un fuerte apretón de manos y un autógrafo, que desafortunadamente extravié. Pero la gigantesca mano de Julio apretando mi diminuta mano es otro recuerdo imborrable.

Aún conservo esa camiseta. Cuando abro el closet y la veo, junto a las demás que he ido acumulando con los años, no puedo evitar que una sonrisa se esboce en mi rostro porque inmediatamente me hace evocar ese día tan feliz. Todavía comparto con mi papá y con mi tío esta pasión; de cuando en vez vamos al estadio y siempre sale a relucir la anécdota de cuando me llevaron por primera vez y terminamos metidos en la tribuna del Cali.