
Por antonomasia el fútbol profesional y el arte, se hacen para ser vistos (escuchados o leídos en el caso de algunas formas artísticas). Pero ¿qué pasa si no hay público? ¿Qué debería hacer el artista/futbolista? Pues a Giovanni Mongiano, un reconocido actor de teatro italiano, le sucedió y lo qué hizo fue tan poético que no puede abstenerme de contar su historia.
“Maestro, no sé cómo decírselo, pero esta noche en la sala no hay ni una sola persona”, le dijo la cajera del teatro a Mongiano poco antes de que iniciara su obra “Improvisaciones de un actor que lee”. La obra que venía siendo un éxito en Italia no encontró público en el Teatro del Popolo en Gallarate, pueblo de 54.000 habitantes de la provincia de Varese, en la región de Lombardía. “Voy al escenario, el espectáculo esta noche se hace igualmente”, le respondió el actor. Giovanni interpretó íntegra su obra, con punto y comas, una hora y veinte minutos de puro teatro.
Decía Eduardo Galeano que “no hay nada menos vacío que un estadio vacío. No hay nada menos mudo que las gradas sin nadie”. Imagino que lo mismo habrá sido para este valiente actor; para él esas butacas vacías aplauden de pie, ríen a carcajadas, rompen en llanto; ese teatro en el que Giovanni no vendió una sola entrada debe haber sido testigo de épicas actuaciones, de nervios del debut de algún joven actor, de improvisaciones, de errores, al fin y al cabo de arte.
Lo mismo debe ser jugar un estadio vacío. Recuerdo un clásico capitalino jugado a puerta cerrada. Recuerdo que la alcaldía puso unos hinchas de cartón en las tribunas. No hacía falta; esas gradas por sí solas fueron testigos directos de las hazañas de Di Stéfano, Cañón, Brand, Ernesto Diaz, Willington Ortiz y muchos más; ese estadio vio vueltas olímpicas y así mismo puede narrar estruendosos fracasos; puede relatar como Colombia llegó a la final de la Copa América de 1975 y como encontró revancha en 2001 con aquel gol de Iván Ramiro ante México. Por todo eso los jugadores que disputaron ese partido debieron echar de menos la presencia del público, pero eran conscientes que tenían un deber con el espectáculo, con su profesión, con su arte.
Supongo que así debe sentirse un futbolista cuando salta a la cancha y el estadio está vacío, por la razón que sea. Como Giovanni Mongiano, el amor a lo que hace debe ser tan fuerte que el futbolista tratará de jugar como si 100.000 personas abarrotaran las tribunas con un aliento permanente. Dará lo máximo de sí porque ya habrá una función en la que el público llene. Pero hasta entonces deberá respetar siempre este juego.
“Se debe recitar siempre una obra programada, por respeto hacia el público y hacia el teatro, sin preocuparse si la sala está llena o vacía”. Dijo Mongiano al ser preguntado por lo sucedido. Su gesto es pura arte per se. Así mismo el futbolista que lo deja todo en un terreno de juego sin importar que nadie lo vea, demuestra que ama lo que hace.
Quizá fue muy osado de parte de Giovanni llevar a su obra a un pequeño pueblo. Quizá es muy osado el futbolista que se bate en un equipo chico o en las categorías inferiores de algún campeonato, lejos del glamur y la fama. Pero ambos esfuerzos valen la pena, no lo duden.
“Maestro, no sé cómo decírselo, pero esta noche en la sala no hay ni una sola persona”, le dijo la cajera del teatro a Mongiano poco antes de que iniciara su obra “Improvisaciones de un actor que lee”. La obra que venía siendo un éxito en Italia no encontró público en el Teatro del Popolo en Gallarate, pueblo de 54.000 habitantes de la provincia de Varese, en la región de Lombardía. “Voy al escenario, el espectáculo esta noche se hace igualmente”, le respondió el actor. Giovanni interpretó íntegra su obra, con punto y comas, una hora y veinte minutos de puro teatro.
Decía Eduardo Galeano que “no hay nada menos vacío que un estadio vacío. No hay nada menos mudo que las gradas sin nadie”. Imagino que lo mismo habrá sido para este valiente actor; para él esas butacas vacías aplauden de pie, ríen a carcajadas, rompen en llanto; ese teatro en el que Giovanni no vendió una sola entrada debe haber sido testigo de épicas actuaciones, de nervios del debut de algún joven actor, de improvisaciones, de errores, al fin y al cabo de arte.
Lo mismo debe ser jugar un estadio vacío. Recuerdo un clásico capitalino jugado a puerta cerrada. Recuerdo que la alcaldía puso unos hinchas de cartón en las tribunas. No hacía falta; esas gradas por sí solas fueron testigos directos de las hazañas de Di Stéfano, Cañón, Brand, Ernesto Diaz, Willington Ortiz y muchos más; ese estadio vio vueltas olímpicas y así mismo puede narrar estruendosos fracasos; puede relatar como Colombia llegó a la final de la Copa América de 1975 y como encontró revancha en 2001 con aquel gol de Iván Ramiro ante México. Por todo eso los jugadores que disputaron ese partido debieron echar de menos la presencia del público, pero eran conscientes que tenían un deber con el espectáculo, con su profesión, con su arte.
Supongo que así debe sentirse un futbolista cuando salta a la cancha y el estadio está vacío, por la razón que sea. Como Giovanni Mongiano, el amor a lo que hace debe ser tan fuerte que el futbolista tratará de jugar como si 100.000 personas abarrotaran las tribunas con un aliento permanente. Dará lo máximo de sí porque ya habrá una función en la que el público llene. Pero hasta entonces deberá respetar siempre este juego.
“Se debe recitar siempre una obra programada, por respeto hacia el público y hacia el teatro, sin preocuparse si la sala está llena o vacía”. Dijo Mongiano al ser preguntado por lo sucedido. Su gesto es pura arte per se. Así mismo el futbolista que lo deja todo en un terreno de juego sin importar que nadie lo vea, demuestra que ama lo que hace.
Quizá fue muy osado de parte de Giovanni llevar a su obra a un pequeño pueblo. Quizá es muy osado el futbolista que se bate en un equipo chico o en las categorías inferiores de algún campeonato, lejos del glamur y la fama. Pero ambos esfuerzos valen la pena, no lo duden.