
Cuando me preguntan cuál ha sido el día más triste de mi vida siempre me viene a la cabeza la pérdida de algún ser querido, algún desamor y ese día en el estadio. “¡Qué banal!” Pensarán algunos. Pero cómo olvidarlo si las imágenes de ese día están fijadas en lo más profundo de mi mente.
Lo que era una fiesta con bombas y banderas terminó desatando una pesadumbre sin igual ¡Nos servía el empate! La soberbia se apoderó de muchas hinchas; “ya estamos en la final”, decían. Era imposible no ilusionarse. Ese día invité a mi papá al estadio, se lo merecía, finalmente él me heredó la pasión por estos colores.
Llegamos temprano, nos acomodamos, llevamos el popular mecato para afrontar una larga jornada. “El que sale a empatar pierde”- nos dijo un desconocido- “Sí, hay que hacer un gol rápido”- replicó mi padre. Había muchos niños ese día, tal vez el club hizo una promoción. Muchos de ellos con la cara pintada, expectantes, con cornetas y yo sólo pensaba: “ojalá el equipo no les falle”
La popular estaba a reventar. No cabía un alma, bueno no sólo en la popular en realidad era todo el estadio el que palpitaba en pro de un sueño. No era una final. Pero después de tantos años de fracasos estar tan cerca de una nos tenía a todos en una locura colectiva.
El equipo no salió a empatar. Tuvo tantas oportunidades que el arquero del visitante fue la figura. En una de esas mi papá se volteó y me dijo: “No nos va entrar hoy” “Desde que no les entre a ellos tampoco…” – Le respondí. Pero sí les entró. Al minuto 88 un tiro de 30 metros se clavó en un ángulo. De no creer. El silencio de 40000 almas es lo más desgarrador que he escuchado en mi vida.
El partido terminó, el sueño se esfumó. “No me vuelvo a ilusionar”-dije en voz en baja- “¡Siempre es la misma mierda!”- dijo mi papá totalmente encolerizado- Y para rematar la voz del estadio informaba que primero salían los hinchas visitantes y una hora después podíamos salir nosotros ¡Una hora encerrados en el escenario de nuestra peor pesadilla!
Decidí levantar la mirada, que hasta ese momento tenía clavada en el piso, y vi a todos esos niños ahogados en llanto. Sus padres no sabía cómo consolarlos, después de todo ellos compartían el mismo sentimiento; esa mezcla de tristeza, rabia, desolación y frustración que cada hincha manifestaba a su manera. Yo por mi parte no lloré, no maldije, no grité, me sumí en el más amargo silencio.
Ya rumbo a casa, en el taxi, y después de un largo lapso sin cruzar palabra, mi papá me hizo una pregunta que me terminó de destrozar el corazón: “¿Será que no voy a volver a ver al equipo campeón otra vez antes de morirme?” Y ahí sí lloré, lo abracé y le dije: “No sé, pero habrá que apoyarlo la próxima temporada”.
Afortunadamente mi papá pudo volver a ver a su equipo campeón y yo tuve la oportunidad de abrazarlo de nuevo pero esta vez de felicidad. El fútbol, como la vida, está hecho de alegrías y tristezas.
Lo que era una fiesta con bombas y banderas terminó desatando una pesadumbre sin igual ¡Nos servía el empate! La soberbia se apoderó de muchas hinchas; “ya estamos en la final”, decían. Era imposible no ilusionarse. Ese día invité a mi papá al estadio, se lo merecía, finalmente él me heredó la pasión por estos colores.
Llegamos temprano, nos acomodamos, llevamos el popular mecato para afrontar una larga jornada. “El que sale a empatar pierde”- nos dijo un desconocido- “Sí, hay que hacer un gol rápido”- replicó mi padre. Había muchos niños ese día, tal vez el club hizo una promoción. Muchos de ellos con la cara pintada, expectantes, con cornetas y yo sólo pensaba: “ojalá el equipo no les falle”
La popular estaba a reventar. No cabía un alma, bueno no sólo en la popular en realidad era todo el estadio el que palpitaba en pro de un sueño. No era una final. Pero después de tantos años de fracasos estar tan cerca de una nos tenía a todos en una locura colectiva.
El equipo no salió a empatar. Tuvo tantas oportunidades que el arquero del visitante fue la figura. En una de esas mi papá se volteó y me dijo: “No nos va entrar hoy” “Desde que no les entre a ellos tampoco…” – Le respondí. Pero sí les entró. Al minuto 88 un tiro de 30 metros se clavó en un ángulo. De no creer. El silencio de 40000 almas es lo más desgarrador que he escuchado en mi vida.
El partido terminó, el sueño se esfumó. “No me vuelvo a ilusionar”-dije en voz en baja- “¡Siempre es la misma mierda!”- dijo mi papá totalmente encolerizado- Y para rematar la voz del estadio informaba que primero salían los hinchas visitantes y una hora después podíamos salir nosotros ¡Una hora encerrados en el escenario de nuestra peor pesadilla!
Decidí levantar la mirada, que hasta ese momento tenía clavada en el piso, y vi a todos esos niños ahogados en llanto. Sus padres no sabía cómo consolarlos, después de todo ellos compartían el mismo sentimiento; esa mezcla de tristeza, rabia, desolación y frustración que cada hincha manifestaba a su manera. Yo por mi parte no lloré, no maldije, no grité, me sumí en el más amargo silencio.
Ya rumbo a casa, en el taxi, y después de un largo lapso sin cruzar palabra, mi papá me hizo una pregunta que me terminó de destrozar el corazón: “¿Será que no voy a volver a ver al equipo campeón otra vez antes de morirme?” Y ahí sí lloré, lo abracé y le dije: “No sé, pero habrá que apoyarlo la próxima temporada”.
Afortunadamente mi papá pudo volver a ver a su equipo campeón y yo tuve la oportunidad de abrazarlo de nuevo pero esta vez de felicidad. El fútbol, como la vida, está hecho de alegrías y tristezas.